quarta-feira, 31 de março de 2010

Dejame en paz Alicia

Yo, debido a Alicia, estaba irremediablemente perdido en el mundo, atrapado entre la superficie brillante del lago y el inmenso cielo azul que se levantaba sobre Granada. ¿Cómo podría un par de piernas gordas haberme embrujado para siempre? - me pregunté - sentado en el patio de mi abuela. Allí, bajo la sombra de los almendros, medité e insisti en mi obsesión. Mi abuela hablaba sola en la casa. Mi abuelo murió seis meses después de mi padre, su hijo. Hablaba con los dos fantasmas, a veces peleaba con ellos, gritaba, insultaba, y luego, iba poniendose calmita, bajando la voz para convertirse en un murmullo, como de piedras finas traídas por el río.
Me dediqué a rumiar mi obsesión. El viento fresco que soplaba desde el lago y la sombra del árbol me hacian dormir. Abrazaba la almohada, soñando con las piernas gordas de Alicia.
Nunca me imaginé que esa niña tendría el poder de dejarme fascinado la vida entera. Ese día ha permanecido magicaemnte inolvidable: Ella se acercó a mí, como casi siempre, yo estaba sentado en las gradas de mi casa. Llegó en silencio, con los ojos oscuros, enormes, sus cejas espesas como montañas vírgenes, sus labios rojos como cerezas. Sentí el olor de su cabello, envolviendome con su olor de jabón perfumado. Sentí mi corazón disparando en trote incontrolable, y ella, sin decir una palabra, juntó sus labios a los míos. Despacio al principio, casi inmóvil, y luego sus labios temblaban como un detector de mentiras o de verdades. La eternidad se concentraba en un minuto. Sentí su aliento, el sabor de su boca como un dulce veneno, dandome de beber, matandome. Entonces, la noche y su boca se repetian y se renovaban. Después de la cena, que mi abuela hacia con dedicación y orgullo, me sentaba en el mismo lugar esperando por Alicia. Yo sabía que no tardaría en llegar. Ella llegaba con la noche sin decir una palabra. Mi abuela en la cocina, lavaba los platos y cantaba una música mexicana. Hasta ahora no sé cuántas veces he repetido en mi mente estos momentos, esos besos silenciosos. Todavía siento los labios suaves, El sabor de su boca. Yo guardaba todos los besos. Después los rumiaba bobinamente toda la noche.
A veces he intentado eliminar esta obsesión por Alicia, pero era imposible. Intentaba de muchas formas y nada. Cada mañana me iba al puerto del lago para ver el movimiento de personas, imaginaba que um dia Alicia podría viajar para San Carlos o tal vez a Ometepe, la isla en el centro del lago con dos volcanes inactivos.
Así pasaban los días, yo esperaba, como Penélope, sentado en el muelle de Granada. Los únicos días que no me iba al puerto eran los dias lluviosos. Cuando llovía me estiraba sobre la cama y tejía miles der sueños. En el centro de ellos solo podia estar ella: Alicia. En los intervalos que Alicia me daba, me ponia a leer. Los libros que leía, los ponía en la mesa vieja de mi abuela, amontonados, sin ninguna orden específica.
En esos libro, mi personaje favorito, eram unicamente Alicia. A veces yo, como mi abuela, murmuraba: déjame en paz, Alicia. Más tarde me arrepentia de las palabras que habia dicho.
Allá fuera, el río arrastraba piedras finas, creando un murmullo musical, que se mezclaba con el murmullo que provenía de la habitación de mi abuela.
El clima estaba cambiando y no me daba cuenta. Dentro de la casa el tiempo se detuvo. El mundo giraba en torno a una idea fija en forma de labios carnosos y piernas gordas. De vez en cuando, oía gritos y ruidos extraños que provenían de la calle. No me importaban los gritos que luego desaparecian. Todo quedaba igual: las cosas permanecian envueltas en silencio. Pero de repente, los gritos volvieron y estallaban frecuentemente día y noche. El tiempo pasó desapercibido. Miraba en el espejo los cambios en mi rostro y mi abuela seguia con sua murmullos incompresibles: largos, cortos, desesperados, felices, de muerte.
Una mañana me di cuenta de que el murmullo de mi abuela era diferente, ya no era parecido con el sonido producido por la piedra fina que el rio traía. Era un sonido distinto, como la melodía del coro de un grupo de cigarras. Algo estaba cambiando y yo no sabía lo que era. Antes del almuerzo, mientras yo leía Cien años de soledad, tendido sobre mi cama, mi abuela, de repente apareció en mi habitación y me miraba de una forma que captaba todos los detalles del universo, dijo con fuerza: Esta semana volvemos a la capital. Era una orden de general en su última batalla. Me quedé sin habla, sorprendido, no sabía que ell estaba preparando la idea de regresar a Managua. Ahora sé que ella, como los elefantes, volvía a morir. Parece que se sentía la muerte agazapada. Regresamos a la capital. Salimos de Granada en una mañana gris y aburrida de sábado. El camión parecia más lleno de cosas que antes. Mi abuela gustaba de recojercosas en miniatura, de colores, de oro brillante. La ciudad estaba cubierta por una niebla extraña y dolorosa despedida. Pero no era una viaje sin retorno, yo sabía que iba a volver como en efecto ocurrió años más tarde

En la capital, vivíamos en una casa de madera, pintada de verde, de tejas de barro rojo, con un patio en el centro de muchas habitaciones y una diversa fauna de personajes extraños. Esta casa, llegué a descubrir más tarde, era una pensión. Esa pensión estaba a cargo de Doña Francisca, una señora gorda, que yo consideraba una déspota. Em esta pensión vivían, entre otros, un exiliado político de Costa Rica, una prostituta triste y homosexual feo. Para ellos, Doña Francisca era una madre que abraza a todos con sus brazos monstruosos y gordos. Doña Francisca tenía dos hijos. Luis, que era una especie de retardado mental, com los ojos de loco, desaliñado y le gustaba andar descalzo. Cada noche, Doña Francisca Le daba pastillas para dormir. En las tardes, Luis se ponia en la puerta de la casa a piropear a las chavalas que pasaban. Los fines de semana, se emborrachaba hasta no poder más, de vez en cuando hacía escândalos, peleaba com cualquiera por ningún motivo. Una vez se enamoró de Daysi, la prostituta triste. A escondidas, Luis entró en la habitación de Daysi. Logró instalarse entre las piernas de la dama, pero fue arrancado a la fuerza por doña Francisca que entró gritando y furiosa. Luis lloró toda la noche, sabía que había perdido la oportunidad de su vida. Mercedes, la otra hija, de 28 años de edad era viuda. Recién casada había perdido a su marido en un accidente espectacular. Conducia ebrio cuando el vehículo cayó en el cráter de un volcán. Fue encontrado en el fondo del acantilado, abrazando un árbol, pero ya estaba muerto. En el fondo del cráter, el agua verde de la laguna fue testigo de los últimos momentos de Humberto. Fue muy difícil separarlo del árbol. Mercedes lloró en silencio durante meses, hasta que un día en la cocina de la casa, me besó.

quinta-feira, 25 de março de 2010

A Partida II

Na capital, fomos morar numa casa de madeira, enorme, pintada de verde, com telhado de barro, com um pátio no centro, de muitos quartos e com uma fauna diversificada de personagens estranhos. Essa casa, eu vim a descobrir depois, se tratava de uma pensão. A pensão era administrada por dona Francisca, uma senhora gorda, que eu sempre considerei uma déspota. Nessa pensão moravam, entre outros, desde um exilado político costarriquenho até uma prostituta triste e um homossexual feio. Para eles, dona Francisca era uma mãe que abraçava a todos com seus monstruosos braços gordos. Dona Francisca tinha dois filhos. Luis, que era meio retardado, olhos de louco, descabelado e gostava andar sem sapatos. Todas as noites dona Francisca enfiava na boca do filho, comprimidos para dormir. Nas tardes, Luis ficava na porta de casa assoviando para as moças que passavam na calçada. Nos fins de semana se embebedava até cair, de quando em vez fazia escândalos e brigava com qualquer um sem motivo nenhum. Uma vez ele se apaixonou por Daisy, a prostituta triste. Bêbado entrou no quarto da dama e foi arrancado à força pela mãe, dentre as pernas de Daysi. Luis chorou a noite toda, sabia que tinha perdido a oportunidade da sua vida. Mercedes, a outra filha, tinha 28 anos e era viúva. Recém casada tinha perdido o marido num acidente espetacular. Dirigindo bêbado caiu com o veículo na cratera de um vulcão. Foi encontrado, precipício abaixo, abraçado a uma árvore, já morto. No fundo da cratera, a lagoa de água esverdeada, foi testemunha dos últimos momentos de Humberto. Foi difícil arrancar ele da árvore. Mercedes chorou em silêncio durante meses, até que um dia na cozinha de casa, me beijou.

A Partida I

O clima ia mudando lá fora e eu não percebia. Dentro de casa o tempo permanecia imóvel. O mundo girava em torno de uma idéia fixa com formato de boca carnuda e pernas gordas. De quando em vez, eu escutava gritos e barulhos estranhos que vinham da rua. Eu não me importava com esses gritos que depois desapareciam. E tudo ficava igual: as coisas envolvidas pelo silêncio. Mas de repente os gritos voltavam e irrompiam com frequência as noites e os dias. O tempo passava imperceptível. Eu olhava no espelho as mudanças no meu rosto e minha avó continuava com seus murmúrios incompressíveis, longos, curtos, desesperados, alegres, de festa, de morte.
Uma manhã eu percebi que o murmúrio de minha avó estava diferente, não parecia mais com o som produzido pelas pedras finas trazidas pelo rio. Era um barulho distinto, como o coro desafinado de um bando de cigarras. Algo estava mudando e eu não sabia o que era. Antes do almoço, enquanto eu lia Cem anos de solidão, esticado na minha cama, minha avó apareceu de repente no meu quarto: olhando-me fixamente, com aquele olhar que envolvia todos os detalhes do universo, ela disse energicamente: Esta semana voltamos para a capital. Era uma ordem de general travando seu último combate. Fiquei mudo, surpreso, não sabia que ela estava maquinando a idéia de voltar para Manágua. Agora sei que ela, igual que os elefantes, estava retornando para morrer. Parece que ela sentia a morte rondando. Voltamos para a capital. Deixamos Granada numa manhã cinzenta e triste de sábado. O caminhão da mudança parecia mais cheio de coisas. A minha avó gostava de juntar coisas diminutas, coloridas, de dourado brilhante. A cidade se cobriu de um nevoeiro estranho, de despedida dolorida. Mas não era uma partida definitiva, eu sabia que voltaria como de fato fiz anos depois

sábado, 20 de março de 2010

Deixa-me em paz, Alicia

Eu, por causa de Alicia, estava irremediavelmente perdido no mundo, esmagado entre a superfície brilhante do lago e o céu azul que se alçava sobre Granada. Como era possível que um par de pernas gordas tivessem me enfeitiçado para sempre – eu me perguntava - sentado no quintal da casa da minha avó. Ali, embaixo da sombra da amendoeira, eu meditava e insistia na minha obsessão. A minha avó, falava sozinha dentro de casa. O meu avô tinha morrido seis meses depois que meu pai, o filho dela. Ela falava com os dois fantasmas, às vezes brigava com eles, gritava, xingava, depois ia se acalmando sozinha, baixando a voz até se tornar um murmúrio, como de pedras finas trazidas pelo rio. Eu me dedicava a ruminar minha obsessão. O vento fresco que soprava vindo do lago e a sombra da árvore me adormeciam. Abraçava os travesseiros sonhando com as pernas gordas de Alicia.
Nunca imaginei que aquela menina tivesse o poder de me deixar enfeitiçado para a vida toda. Aquele dia mágico permaneceu inesquecível: Ela se aproximou de mim, eu como quase sempre, estava sentando nos degraus da minha casa. Ela veio de mansinho, com aqueles olhos escuros, imensos, suas sobrancelhas desbordantes, aproximando sua boca vermelha à minha. Eu sentia o cheiro dos seus cabelos, me envolvendo com seu perfume de sabonete fino. Sentia meu coração trotando incontrolável, e ela, sem falar nenhuma palavra, encostava seus lábios nos meus. Levemente, no início, quase imóveis, depois seus lábios vibravam como um detector de mentiras ou de verdades. Assim a eternidade concentrava-se num minuto. Eu sentia sua respiração, o gosto da sua boca como um veneno doce, me alimentando, me matando. Depois, as noites e sua boca ficaram se repetindo e renovando. Depois da janta, que minha avó fazia com dedicação e orgulho, mesmo que fosse apenas um arroz com galinha, eu me sentava no mesmo lugar de sempre. Sabia que ela não demoraria em chegar. Ela e a noite chegavam sem falar uma palavra sequer. Minha avó na cozinha, lavando louça e cantando uma música mexicana. Até agora não sei quantas vezes eu repeti na minha mente esses momentos, esses beijos mudos. Ainda sinto os lábios macios dela, derretendo-se na minha boca. Eu ia guardando todos esses beijos. Depois os ruminava a noite toda. De manhã, ainda sentia o sabor da boca de Alicia.
Algumas vezes tentei fazer desaparecer essa obsessão por Alicia. Foi impossível. Tentei de muitas maneiras e nada. Cada manhã eu ia ao porto do lago ver o movimento das pessoas, imaginava que algum dia Alicia poderia embarcar para ir para San Carlos ou quem sabe para Ometepe, a ilha no centro do lago com dois vulcões adormecidos.
Assim foram passando os dias, eu esperando, como uma Penélope, sentado nos cais do porto de Granada. Os únicos dias que eu não ia ao porto eram aqueles chuvosos, poucos, aliás. Quando chovia ficava esticado na cama tecendo milhares de sonhos. No centro deles, Alicia. Nos intervalos que Alicia me dava, eu lia. Nos livros que ia lendo e depois empilhando na mesa velha da minha avó, a minha personagem preferida, a única era ela: Alicia. Às vezes eu, como minha avó, murmurava baixinho: deixa-me em paz, Alicia. Depois eu me arrependia das palavras pronunciadas. Lá fora, o rio arrastava pequenas pedras finas, criando um murmúrio musical, que se confundia com o murmúrio que vinha do quarto da minha avó.

segunda-feira, 15 de março de 2010

Pelotas: Balnéario dos Prazeres







Levei minha máquina e registrei pedacinhos de paraíso.

Pelotas de bicicleta




È domingo de novo. Acordei ainda escuro. Na sacada, um intruso solitário, de penas brilhantes, entoava uma doce melodia. Desci as escadas. Os moradores do prédio ainda dormiam. Carreguei no colo minha bicicleta laranja, como se fosse a mais delicada das damas. Percebi na sua impaciência quase adolescente, o desejo incontrolável por tocar o afalto com seus lábios de borrachas. Fazia um friozinho inexplicável. O verão se despede com vergonha. Implacável, o sol penetra com força entre as folhas das árvores da avenida, esquentando lenta, mas firmemente o chão. Choveu a noite anterior. Sinto o vapor se levantando do chão. Nunca imaginei que esse dia eu descobriria um pedaço de paraíso. A apenas 15 km do centro de Pelotas fica o Balneário dos Prazeres, mas que quando chove, os visitantes vingativos, chamam de Barro Duro, por causa do barro que se forma. Mas não estava chovendo, o sol brilhava intensamente. Gosto de chegar cedinho, a lagoa sempre me espera sozinha, com suas águas mansas.

segunda-feira, 8 de março de 2010

Domingo






Hoje acordei com o canto dos galos. Dentro da minha cabeça se agitam milhares de abelhas. Abri a janela do meu quarto: lá fora uma breve claridade anunciava o dia. Gosto da tranqüilidade dos domingos. Eu deixo as horas se arrastar como pequenos caracóis na areia. Olho sonolento para a rua vazia. De repente senti aquela vontade de sair pedalando até a Lagoa dos Patos. Não pensei mais e depois de um café frugal me vesti. Desci a escada carregando minha bicicleta laranja. Adoro esta cidade plana, especialmente quando suas ruas e casas se afundam na preguiça dos domingos. Pedalo devagar, ninguém na rua, a cidade dorme e as abelhas na minha cabeça agora cantam. A cidade está mais plana hoje. Na estrada do laranjal, os poucos carros que circulam parecem pequenos escaravelhos perdidos no nevoeiro. A bicicleta desliza pela única ciclovia da cidade rompendo a cerração. A lagoa está próxima, sinto sua brisa. A Lagoa está vazia, apenas um grupo de cachorros vagabundos brinca na areia. Ela agora é somente minha. Num minuto infinito contemplo sua calma beleza. Ela jura ser fiel, ainda que seja só nas manhãs de domingo.