Me dediqué a rumiar mi obsesión. El viento fresco que soplaba desde el lago y la sombra del árbol me hacian dormir. Abrazaba la almohada, soñando con las piernas gordas de Alicia.
Nunca me imaginé que esa niña tendría el poder de dejarme fascinado la vida entera. Ese día ha permanecido magicaemnte inolvidable: Ella se acercó a mí, como casi siempre, yo estaba sentado en las gradas de mi casa. Llegó en silencio, con los ojos oscuros, enormes, sus cejas espesas como montañas vírgenes, sus labios rojos como cerezas. Sentí el olor de su cabello, envolviendome con su olor de jabón perfumado. Sentí mi corazón disparando en trote incontrolable, y ella, sin decir una palabra, juntó sus labios a los míos. Despacio al principio, casi inmóvil, y luego sus labios temblaban como un detector de mentiras o de verdades. La eternidad se concentraba en un minuto. Sentí su aliento, el sabor de su boca como un dulce veneno, dandome de beber, matandome. Entonces, la noche y su boca se repetian y se renovaban. Después de la cena, que mi abuela hacia con dedicación y orgullo, me sentaba en el mismo lugar esperando por Alicia. Yo sabía que no tardaría en llegar. Ella llegaba con la noche sin decir una palabra. Mi abuela en la cocina, lavaba los platos y cantaba una música mexicana. Hasta ahora no sé cuántas veces he repetido en mi mente estos momentos, esos besos silenciosos. Todavía siento los labios suaves, El sabor de su boca. Yo guardaba todos los besos. Después los rumiaba bobinamente toda la noche.
A veces he intentado eliminar esta obsesión por Alicia, pero era imposible. Intentaba de muchas formas y nada. Cada mañana me iba al puerto del lago para ver el movimiento de personas, imaginaba que um dia Alicia podría viajar para San Carlos o tal vez a Ometepe, la isla en el centro del lago con dos volcanes inactivos.
Así pasaban los días, yo esperaba, como Penélope, sentado en el muelle de Granada. Los únicos días que no me iba al puerto eran los dias lluviosos. Cuando llovía me estiraba sobre la cama y tejía miles der sueños. En el centro de ellos solo podia estar ella: Alicia. En los intervalos que Alicia me daba, me ponia a leer. Los libros que leía, los ponía en la mesa vieja de mi abuela, amontonados, sin ninguna orden específica.
En esos libro, mi personaje favorito, eram unicamente Alicia. A veces yo, como mi abuela, murmuraba: déjame en paz, Alicia. Más tarde me arrepentia de las palabras que habia dicho.
Allá fuera, el río arrastraba piedras finas, creando un murmullo musical, que se mezclaba con el murmullo que provenía de la habitación de mi abuela.
El clima estaba cambiando y no me daba cuenta. Dentro de la casa el tiempo se detuvo. El mundo giraba en torno a una idea fija en forma de labios carnosos y piernas gordas. De vez en cuando, oía gritos y ruidos extraños que provenían de la calle. No me importaban los gritos que luego desaparecian. Todo quedaba igual: las cosas permanecian envueltas en silencio. Pero de repente, los gritos volvieron y estallaban frecuentemente día y noche. El tiempo pasó desapercibido. Miraba en el espejo los cambios en mi rostro y mi abuela seguia con sua murmullos incompresibles: largos, cortos, desesperados, felices, de muerte.
Una mañana me di cuenta de que el murmullo de mi abuela era diferente, ya no era parecido con el sonido producido por la piedra fina que el rio traía. Era un sonido distinto, como la melodía del coro de un grupo de cigarras. Algo estaba cambiando y yo no sabía lo que era. Antes del almuerzo, mientras yo leía Cien años de soledad, tendido sobre mi cama, mi abuela, de repente apareció en mi habitación y me miraba de una forma que captaba todos los detalles del universo, dijo con fuerza: Esta semana volvemos a la capital. Era una orden de general en su última batalla. Me quedé sin habla, sorprendido, no sabía que ell estaba preparando la idea de regresar a Managua. Ahora sé que ella, como los elefantes, volvía a morir. Parece que se sentía la muerte agazapada. Regresamos a la capital. Salimos de Granada en una mañana gris y aburrida de sábado. El camión parecia más lleno de cosas que antes. Mi abuela gustaba de recojercosas en miniatura, de colores, de oro brillante. La ciudad estaba cubierta por una niebla extraña y dolorosa despedida. Pero no era una viaje sin retorno, yo sabía que iba a volver como en efecto ocurrió años más tarde
En la capital, vivíamos en una casa de madera, pintada de verde, de tejas de barro rojo, con un patio en el centro de muchas habitaciones y una diversa fauna de personajes extraños. Esta casa, llegué a descubrir más tarde, era una pensión. Esa pensión estaba a cargo de Doña Francisca, una señora gorda, que yo consideraba una déspota. Em esta pensión vivían, entre otros, un exiliado político de Costa Rica, una prostituta triste y homosexual feo. Para ellos, Doña Francisca era una madre que abraza a todos con sus brazos monstruosos y gordos. Doña Francisca tenía dos hijos. Luis, que era una especie de retardado mental, com los ojos de loco, desaliñado y le gustaba andar descalzo. Cada noche, Doña Francisca Le daba pastillas para dormir. En las tardes, Luis se ponia en la puerta de la casa a piropear a las chavalas que pasaban. Los fines de semana, se emborrachaba hasta no poder más, de vez en cuando hacía escândalos, peleaba com cualquiera por ningún motivo. Una vez se enamoró de Daysi, la prostituta triste. A escondidas, Luis entró en la habitación de Daysi. Logró instalarse entre las piernas de la dama, pero fue arrancado a la fuerza por doña Francisca que entró gritando y furiosa. Luis lloró toda la noche, sabía que había perdido la oportunidad de su vida. Mercedes, la otra hija, de 28 años de edad era viuda. Recién casada había perdido a su marido en un accidente espectacular. Conducia ebrio cuando el vehículo cayó en el cráter de un volcán. Fue encontrado en el fondo del acantilado, abrazando un árbol, pero ya estaba muerto. En el fondo del cráter, el agua verde de la laguna fue testigo de los últimos momentos de Humberto. Fue muy difícil separarlo del árbol. Mercedes lloró en silencio durante meses, hasta que un día en la cocina de la casa, me besó.