quarta-feira, 31 de março de 2010

Dejame en paz Alicia

Yo, debido a Alicia, estaba irremediablemente perdido en el mundo, atrapado entre la superficie brillante del lago y el inmenso cielo azul que se levantaba sobre Granada. ¿Cómo podría un par de piernas gordas haberme embrujado para siempre? - me pregunté - sentado en el patio de mi abuela. Allí, bajo la sombra de los almendros, medité e insisti en mi obsesión. Mi abuela hablaba sola en la casa. Mi abuelo murió seis meses después de mi padre, su hijo. Hablaba con los dos fantasmas, a veces peleaba con ellos, gritaba, insultaba, y luego, iba poniendose calmita, bajando la voz para convertirse en un murmullo, como de piedras finas traídas por el río.
Me dediqué a rumiar mi obsesión. El viento fresco que soplaba desde el lago y la sombra del árbol me hacian dormir. Abrazaba la almohada, soñando con las piernas gordas de Alicia.
Nunca me imaginé que esa niña tendría el poder de dejarme fascinado la vida entera. Ese día ha permanecido magicaemnte inolvidable: Ella se acercó a mí, como casi siempre, yo estaba sentado en las gradas de mi casa. Llegó en silencio, con los ojos oscuros, enormes, sus cejas espesas como montañas vírgenes, sus labios rojos como cerezas. Sentí el olor de su cabello, envolviendome con su olor de jabón perfumado. Sentí mi corazón disparando en trote incontrolable, y ella, sin decir una palabra, juntó sus labios a los míos. Despacio al principio, casi inmóvil, y luego sus labios temblaban como un detector de mentiras o de verdades. La eternidad se concentraba en un minuto. Sentí su aliento, el sabor de su boca como un dulce veneno, dandome de beber, matandome. Entonces, la noche y su boca se repetian y se renovaban. Después de la cena, que mi abuela hacia con dedicación y orgullo, me sentaba en el mismo lugar esperando por Alicia. Yo sabía que no tardaría en llegar. Ella llegaba con la noche sin decir una palabra. Mi abuela en la cocina, lavaba los platos y cantaba una música mexicana. Hasta ahora no sé cuántas veces he repetido en mi mente estos momentos, esos besos silenciosos. Todavía siento los labios suaves, El sabor de su boca. Yo guardaba todos los besos. Después los rumiaba bobinamente toda la noche.
A veces he intentado eliminar esta obsesión por Alicia, pero era imposible. Intentaba de muchas formas y nada. Cada mañana me iba al puerto del lago para ver el movimiento de personas, imaginaba que um dia Alicia podría viajar para San Carlos o tal vez a Ometepe, la isla en el centro del lago con dos volcanes inactivos.
Así pasaban los días, yo esperaba, como Penélope, sentado en el muelle de Granada. Los únicos días que no me iba al puerto eran los dias lluviosos. Cuando llovía me estiraba sobre la cama y tejía miles der sueños. En el centro de ellos solo podia estar ella: Alicia. En los intervalos que Alicia me daba, me ponia a leer. Los libros que leía, los ponía en la mesa vieja de mi abuela, amontonados, sin ninguna orden específica.
En esos libro, mi personaje favorito, eram unicamente Alicia. A veces yo, como mi abuela, murmuraba: déjame en paz, Alicia. Más tarde me arrepentia de las palabras que habia dicho.
Allá fuera, el río arrastraba piedras finas, creando un murmullo musical, que se mezclaba con el murmullo que provenía de la habitación de mi abuela.
El clima estaba cambiando y no me daba cuenta. Dentro de la casa el tiempo se detuvo. El mundo giraba en torno a una idea fija en forma de labios carnosos y piernas gordas. De vez en cuando, oía gritos y ruidos extraños que provenían de la calle. No me importaban los gritos que luego desaparecian. Todo quedaba igual: las cosas permanecian envueltas en silencio. Pero de repente, los gritos volvieron y estallaban frecuentemente día y noche. El tiempo pasó desapercibido. Miraba en el espejo los cambios en mi rostro y mi abuela seguia con sua murmullos incompresibles: largos, cortos, desesperados, felices, de muerte.
Una mañana me di cuenta de que el murmullo de mi abuela era diferente, ya no era parecido con el sonido producido por la piedra fina que el rio traía. Era un sonido distinto, como la melodía del coro de un grupo de cigarras. Algo estaba cambiando y yo no sabía lo que era. Antes del almuerzo, mientras yo leía Cien años de soledad, tendido sobre mi cama, mi abuela, de repente apareció en mi habitación y me miraba de una forma que captaba todos los detalles del universo, dijo con fuerza: Esta semana volvemos a la capital. Era una orden de general en su última batalla. Me quedé sin habla, sorprendido, no sabía que ell estaba preparando la idea de regresar a Managua. Ahora sé que ella, como los elefantes, volvía a morir. Parece que se sentía la muerte agazapada. Regresamos a la capital. Salimos de Granada en una mañana gris y aburrida de sábado. El camión parecia más lleno de cosas que antes. Mi abuela gustaba de recojercosas en miniatura, de colores, de oro brillante. La ciudad estaba cubierta por una niebla extraña y dolorosa despedida. Pero no era una viaje sin retorno, yo sabía que iba a volver como en efecto ocurrió años más tarde

En la capital, vivíamos en una casa de madera, pintada de verde, de tejas de barro rojo, con un patio en el centro de muchas habitaciones y una diversa fauna de personajes extraños. Esta casa, llegué a descubrir más tarde, era una pensión. Esa pensión estaba a cargo de Doña Francisca, una señora gorda, que yo consideraba una déspota. Em esta pensión vivían, entre otros, un exiliado político de Costa Rica, una prostituta triste y homosexual feo. Para ellos, Doña Francisca era una madre que abraza a todos con sus brazos monstruosos y gordos. Doña Francisca tenía dos hijos. Luis, que era una especie de retardado mental, com los ojos de loco, desaliñado y le gustaba andar descalzo. Cada noche, Doña Francisca Le daba pastillas para dormir. En las tardes, Luis se ponia en la puerta de la casa a piropear a las chavalas que pasaban. Los fines de semana, se emborrachaba hasta no poder más, de vez en cuando hacía escândalos, peleaba com cualquiera por ningún motivo. Una vez se enamoró de Daysi, la prostituta triste. A escondidas, Luis entró en la habitación de Daysi. Logró instalarse entre las piernas de la dama, pero fue arrancado a la fuerza por doña Francisca que entró gritando y furiosa. Luis lloró toda la noche, sabía que había perdido la oportunidad de su vida. Mercedes, la otra hija, de 28 años de edad era viuda. Recién casada había perdido a su marido en un accidente espectacular. Conducia ebrio cuando el vehículo cayó en el cráter de un volcán. Fue encontrado en el fondo del acantilado, abrazando un árbol, pero ya estaba muerto. En el fondo del cráter, el agua verde de la laguna fue testigo de los últimos momentos de Humberto. Fue muy difícil separarlo del árbol. Mercedes lloró en silencio durante meses, hasta que un día en la cocina de la casa, me besó.

quinta-feira, 25 de março de 2010

A Partida II

Na capital, fomos morar numa casa de madeira, enorme, pintada de verde, com telhado de barro, com um pátio no centro, de muitos quartos e com uma fauna diversificada de personagens estranhos. Essa casa, eu vim a descobrir depois, se tratava de uma pensão. A pensão era administrada por dona Francisca, uma senhora gorda, que eu sempre considerei uma déspota. Nessa pensão moravam, entre outros, desde um exilado político costarriquenho até uma prostituta triste e um homossexual feio. Para eles, dona Francisca era uma mãe que abraçava a todos com seus monstruosos braços gordos. Dona Francisca tinha dois filhos. Luis, que era meio retardado, olhos de louco, descabelado e gostava andar sem sapatos. Todas as noites dona Francisca enfiava na boca do filho, comprimidos para dormir. Nas tardes, Luis ficava na porta de casa assoviando para as moças que passavam na calçada. Nos fins de semana se embebedava até cair, de quando em vez fazia escândalos e brigava com qualquer um sem motivo nenhum. Uma vez ele se apaixonou por Daisy, a prostituta triste. Bêbado entrou no quarto da dama e foi arrancado à força pela mãe, dentre as pernas de Daysi. Luis chorou a noite toda, sabia que tinha perdido a oportunidade da sua vida. Mercedes, a outra filha, tinha 28 anos e era viúva. Recém casada tinha perdido o marido num acidente espetacular. Dirigindo bêbado caiu com o veículo na cratera de um vulcão. Foi encontrado, precipício abaixo, abraçado a uma árvore, já morto. No fundo da cratera, a lagoa de água esverdeada, foi testemunha dos últimos momentos de Humberto. Foi difícil arrancar ele da árvore. Mercedes chorou em silêncio durante meses, até que um dia na cozinha de casa, me beijou.

A Partida I

O clima ia mudando lá fora e eu não percebia. Dentro de casa o tempo permanecia imóvel. O mundo girava em torno de uma idéia fixa com formato de boca carnuda e pernas gordas. De quando em vez, eu escutava gritos e barulhos estranhos que vinham da rua. Eu não me importava com esses gritos que depois desapareciam. E tudo ficava igual: as coisas envolvidas pelo silêncio. Mas de repente os gritos voltavam e irrompiam com frequência as noites e os dias. O tempo passava imperceptível. Eu olhava no espelho as mudanças no meu rosto e minha avó continuava com seus murmúrios incompressíveis, longos, curtos, desesperados, alegres, de festa, de morte.
Uma manhã eu percebi que o murmúrio de minha avó estava diferente, não parecia mais com o som produzido pelas pedras finas trazidas pelo rio. Era um barulho distinto, como o coro desafinado de um bando de cigarras. Algo estava mudando e eu não sabia o que era. Antes do almoço, enquanto eu lia Cem anos de solidão, esticado na minha cama, minha avó apareceu de repente no meu quarto: olhando-me fixamente, com aquele olhar que envolvia todos os detalhes do universo, ela disse energicamente: Esta semana voltamos para a capital. Era uma ordem de general travando seu último combate. Fiquei mudo, surpreso, não sabia que ela estava maquinando a idéia de voltar para Manágua. Agora sei que ela, igual que os elefantes, estava retornando para morrer. Parece que ela sentia a morte rondando. Voltamos para a capital. Deixamos Granada numa manhã cinzenta e triste de sábado. O caminhão da mudança parecia mais cheio de coisas. A minha avó gostava de juntar coisas diminutas, coloridas, de dourado brilhante. A cidade se cobriu de um nevoeiro estranho, de despedida dolorida. Mas não era uma partida definitiva, eu sabia que voltaria como de fato fiz anos depois

sábado, 20 de março de 2010

Deixa-me em paz, Alicia

Eu, por causa de Alicia, estava irremediavelmente perdido no mundo, esmagado entre a superfície brilhante do lago e o céu azul que se alçava sobre Granada. Como era possível que um par de pernas gordas tivessem me enfeitiçado para sempre – eu me perguntava - sentado no quintal da casa da minha avó. Ali, embaixo da sombra da amendoeira, eu meditava e insistia na minha obsessão. A minha avó, falava sozinha dentro de casa. O meu avô tinha morrido seis meses depois que meu pai, o filho dela. Ela falava com os dois fantasmas, às vezes brigava com eles, gritava, xingava, depois ia se acalmando sozinha, baixando a voz até se tornar um murmúrio, como de pedras finas trazidas pelo rio. Eu me dedicava a ruminar minha obsessão. O vento fresco que soprava vindo do lago e a sombra da árvore me adormeciam. Abraçava os travesseiros sonhando com as pernas gordas de Alicia.
Nunca imaginei que aquela menina tivesse o poder de me deixar enfeitiçado para a vida toda. Aquele dia mágico permaneceu inesquecível: Ela se aproximou de mim, eu como quase sempre, estava sentando nos degraus da minha casa. Ela veio de mansinho, com aqueles olhos escuros, imensos, suas sobrancelhas desbordantes, aproximando sua boca vermelha à minha. Eu sentia o cheiro dos seus cabelos, me envolvendo com seu perfume de sabonete fino. Sentia meu coração trotando incontrolável, e ela, sem falar nenhuma palavra, encostava seus lábios nos meus. Levemente, no início, quase imóveis, depois seus lábios vibravam como um detector de mentiras ou de verdades. Assim a eternidade concentrava-se num minuto. Eu sentia sua respiração, o gosto da sua boca como um veneno doce, me alimentando, me matando. Depois, as noites e sua boca ficaram se repetindo e renovando. Depois da janta, que minha avó fazia com dedicação e orgulho, mesmo que fosse apenas um arroz com galinha, eu me sentava no mesmo lugar de sempre. Sabia que ela não demoraria em chegar. Ela e a noite chegavam sem falar uma palavra sequer. Minha avó na cozinha, lavando louça e cantando uma música mexicana. Até agora não sei quantas vezes eu repeti na minha mente esses momentos, esses beijos mudos. Ainda sinto os lábios macios dela, derretendo-se na minha boca. Eu ia guardando todos esses beijos. Depois os ruminava a noite toda. De manhã, ainda sentia o sabor da boca de Alicia.
Algumas vezes tentei fazer desaparecer essa obsessão por Alicia. Foi impossível. Tentei de muitas maneiras e nada. Cada manhã eu ia ao porto do lago ver o movimento das pessoas, imaginava que algum dia Alicia poderia embarcar para ir para San Carlos ou quem sabe para Ometepe, a ilha no centro do lago com dois vulcões adormecidos.
Assim foram passando os dias, eu esperando, como uma Penélope, sentado nos cais do porto de Granada. Os únicos dias que eu não ia ao porto eram aqueles chuvosos, poucos, aliás. Quando chovia ficava esticado na cama tecendo milhares de sonhos. No centro deles, Alicia. Nos intervalos que Alicia me dava, eu lia. Nos livros que ia lendo e depois empilhando na mesa velha da minha avó, a minha personagem preferida, a única era ela: Alicia. Às vezes eu, como minha avó, murmurava baixinho: deixa-me em paz, Alicia. Depois eu me arrependia das palavras pronunciadas. Lá fora, o rio arrastava pequenas pedras finas, criando um murmúrio musical, que se confundia com o murmúrio que vinha do quarto da minha avó.

segunda-feira, 15 de março de 2010

Pelotas: Balnéario dos Prazeres







Levei minha máquina e registrei pedacinhos de paraíso.

Pelotas de bicicleta




È domingo de novo. Acordei ainda escuro. Na sacada, um intruso solitário, de penas brilhantes, entoava uma doce melodia. Desci as escadas. Os moradores do prédio ainda dormiam. Carreguei no colo minha bicicleta laranja, como se fosse a mais delicada das damas. Percebi na sua impaciência quase adolescente, o desejo incontrolável por tocar o afalto com seus lábios de borrachas. Fazia um friozinho inexplicável. O verão se despede com vergonha. Implacável, o sol penetra com força entre as folhas das árvores da avenida, esquentando lenta, mas firmemente o chão. Choveu a noite anterior. Sinto o vapor se levantando do chão. Nunca imaginei que esse dia eu descobriria um pedaço de paraíso. A apenas 15 km do centro de Pelotas fica o Balneário dos Prazeres, mas que quando chove, os visitantes vingativos, chamam de Barro Duro, por causa do barro que se forma. Mas não estava chovendo, o sol brilhava intensamente. Gosto de chegar cedinho, a lagoa sempre me espera sozinha, com suas águas mansas.

segunda-feira, 8 de março de 2010

Domingo






Hoje acordei com o canto dos galos. Dentro da minha cabeça se agitam milhares de abelhas. Abri a janela do meu quarto: lá fora uma breve claridade anunciava o dia. Gosto da tranqüilidade dos domingos. Eu deixo as horas se arrastar como pequenos caracóis na areia. Olho sonolento para a rua vazia. De repente senti aquela vontade de sair pedalando até a Lagoa dos Patos. Não pensei mais e depois de um café frugal me vesti. Desci a escada carregando minha bicicleta laranja. Adoro esta cidade plana, especialmente quando suas ruas e casas se afundam na preguiça dos domingos. Pedalo devagar, ninguém na rua, a cidade dorme e as abelhas na minha cabeça agora cantam. A cidade está mais plana hoje. Na estrada do laranjal, os poucos carros que circulam parecem pequenos escaravelhos perdidos no nevoeiro. A bicicleta desliza pela única ciclovia da cidade rompendo a cerração. A lagoa está próxima, sinto sua brisa. A Lagoa está vazia, apenas um grupo de cachorros vagabundos brinca na areia. Ela agora é somente minha. Num minuto infinito contemplo sua calma beleza. Ela jura ser fiel, ainda que seja só nas manhãs de domingo.

sexta-feira, 19 de fevereiro de 2010

Obsessão

Alicia foi se tornando uma obsessão dolorida e de todas, a minha preferida. Uma obsessão que eu alimentava com minhas fantasias e desejos. Passei a ver Alicia em qualquer lugar, numa loja, no mercado, no prédio dos correios. Na imaginação, Alicia estava em toda parte. Em alguns momentos eu pensava que ela estaria disfarçada por aí, me observando, se deliciando com meu desespero. Da minha parte, eu buscava como reconhecê-la, descobri-la, desvendar seu disfarce. Quando ia com minha avó ao mercado público, enorme e barulhento, eu imaginava Alicia disfarçada de vendedora de frutas, de refresco, de pão. Eu tirava esse disfarce com minha imaginação, observava com desmedida atenção primeiro as pernas, depois as bocas. Em alguns casos, eu quase tinha certeza que eram as pernas e a boca de Alicia. Foi assim, uma manhã que minha avó foi ao mercado a comprar tecido, linhas e botões para fazer uma blusa para ela mesma. O mercado San Miguel se espalhava por várias quadras, como uma grande feira ao ar livre, onde se vendia de tudo, desde pequenos animais comestíveis como galinhas, iguanas, caranguejos, tatu, frutas, verduras, refrescos, grãos, produtos e utensílios dos mais diversos. Essa manhã fiquei obcecado com uma moça que vendia melões, de saia floreada e curta. Dava para ver sua gordas pernas, eu tive certeza que era Alicia, fiquei paralisado olhando para a moça enquanto minha avó perguntava os preços dos caranguejos. Minha avó vai fazer sopa de caranguejos – pensei. Eu detestava. Mas isso nesse instante não importava, minha missão era descobrir se detrás daqueles melões se escondia Alicia. As pernas eram quase as mesmas, a moça me olhou e me ofereceu seus melões. Eu nem respondi. Olhava fixamente para a moça, tentando descobrir nos seus olhos e na sua boca algum sinal, alguma vibração e desvendar o mistério de Alicia. Aquele dia voltei para casa e tive que beber minha frustração, junto com a sopa de caranguejo que minha avó fez. Não era Alicia.
Alicia era uma obsessão daquelas que a gente fica remoendo o dia todo. Uma idéia fixa. De manhã, ao meio dia, na hora de almoço eu ficava pensando em Alicia, nas suas pernas gordas e sua boca. Eu não sei como alguém pode ficar obsessivamente concentrado em duas partes do corpo de uma mulher, mas eu fiquei por muito tempo, e hoje ainda, busco as pernas de Alicia. Neste verão em Pelotas, tenho ido de bicicleta para o Laranjal de manhazinha, ou de tardezinha. Uma tarde dessas passou por mim uma mulher de bicicleta, jurei que era Alicia. As pernas gordas eram as mesmas, ela me ultrapassou - claro com umas pernas dessas- eu me justifiquei. Em vão, eu tentei alcançá-la. Ela perdeu-se no horizonte.
Meu pai morreu de repente, a minha avó decidiu abandonar primeiro a nossa casa, depois o bairro e por último a cidade. Isso me angustiou porque sabia que eu ficaria mais distante de Alicia, do porto do lago de onde uma vez ela partiu. De vez em quando eu ouvia minha avó comentar onde estava morando a família de Alicia. Para mim eram lugares desconhecidos, primeiro falou de um lugar chamado São Cristóvão, que ficava detrás dos morros, lá no fundo do lago, um lugar misterioso e que incitava (ou excitava) minha imaginação infantil. Até hoje nunca fui a esse lugar, que minha avó dizia ficar ao lado de um vulcão do mesmo nome e que de vez em quando explodia em lava. Esse cenário, o vulcão, o lago, os morros e o sol laranja ao entardecer povoaram meus sonhos acordados, quando eu fingia dormir e ouvia minha avó conversar com os vizinhos.
Um dia nos mudamos para Granada, a cidade gêmea de Pelotas. Fiquei desolado, e antes de partir, fui até a porta da casa de Alicia e os novos moradores estranharam minha presença. Ofereci resistência para subir no caminhão da mudança, até que minha avó, sem entender nada, perdeu a paciência. Olhei para atrás até o bairro desaparecer da minha vista. Chorei por dentro, em silêncio. Eu nunca tinha perdido a esperança que ela voltasse. E o ponto de retorno era o bairro. Se eu for embora do bairro, Alicia nunca vai me encontrar - pensava.
O tempo passava como nuvens acima da minha cabeça. Granada igual que Manágua fica na beira de um lago, assim como Pelotas que fica na beira de uma imensa lagoa. Lembro que eu me escapava de casa todas as manhãs rumo à beira do lago. Sentia o sol amarelo esquentando levemente meu rosto, o vento do lago desordenando meus cabelos. Nessa hora a praia estava quase vazia. No porto, o barco preparava-se para sair em direção a San Carlos, na fronteira sul. Eu seguia para o porto, adorava ver o movimento das pessoas com roupas coloridas, barulhentas, carregando porcos, galinhas, cestos cheios de frutas e verduras. Cada manhã era uma festa, uma comemoração, o barco balançava ritmicamente, inquieto, como impaciente para zarpar. As pessoas, também impacientes, quase se jogavam perigosamente dentro do barco. Eu de longe via os movimentos de pernas, braços pulando, quase brigando para ocupar um espaço no navio. Às vezes algumas pernas gordas me lembravam de Alicia, era só minha imaginação. Outras vezes pensei em abordar o navio e viajar, me sentia tão livre, poderia fazê-lo, quem sabe Alicia estaria morando em São Carlos, ao outro lado do lago. Em casa, minha avó conversava com seus fantasmas, em sonhos alucinados. Eu, em alucinações acordado.

quarta-feira, 10 de fevereiro de 2010

Reflexões no Espelho - Luís Fernando Veríssimo

Por onde anda a gente quando dorme
pra acordar com esta cara disforme
de quem fez o que não devia?
E este gosto na garganta
é o resto de que janta
de que secreta ambrósia
de que gim ou malvasia?
E se só estivemos no leito
com este olhar de pouco assunto?
Pra onde vai meu ser noturno
pra me deixar assim soturno
- e por que não me leva junto?

Armário - Luis Fernando Veríssimo

Eu queria, senhora, ser o seu armário
e guardar os seus tesouros como um corsário
Que coisa louca: ser seu guarda-roupa!
Alguma coisa sólida circunspecta
e pesada nessa sua vida tão estabanada.
Um amigo de lei (de que madeira eu não sei)
Um sentinela do seu leito com todo o respeito.
Ah, ter gavetinhas para suas argolinhas
Ter um vão para seu camisolão e sentir o seu cheiro, senhora, o dia inteiro
Meus nichos como bichos engoliriam suas meias-calças,
seus soutiens sem alças, e tirariam
nacos dos seus casacos,
E no meu chão,como trufas, as suas pantufas...
Seus echarpes, seus jeans, seus longos e afins
Seus trastes e contrastes.
Aquele vestido com asa e aquele de andar em casa.
Um turbante antigo. Um pulôver amigo. Bonecas de pano.
Um brinco cigano.Um chapéu de aba larga.
Um isqueiro sem carga.Suéteres de lã e um estranho astracã.
Ah, vê-la se vendo no meu espelho, correndo.
Puxando, sem dores, os meus puxadores.
Mexendo com o meu interior à procura de um pregador.
Desarrumando meu ser por um prêt-à-porter...
Ser o seu segredo,senhora, e o seu medo.
E sufocar com agravantes todos os seus amantes.

segunda-feira, 25 de janeiro de 2010

Elmer

Desde que Alicia foi embora, o tempo passou como um imenso redemoinho que não tinha fim. De manhã, quando eu acordava, o primeiro que fazia era olhar para casa dela. As portas fechadas da casa de Alicia golpeavam meus olhos e minha alma se estremecia. Uma nuvem escura entrava para dentro da minha casa e minha avó nem percebia. As roupas branquíssimas secavam ao sol, sobre as pedras que minha avó tinha amontoado no centro do pátio. Elmer, o gato, me olhava com indiferença. Eu também olhava para ele com a mesma indiferença, quiçá maior. Sua atividade preferida era ronronar se esfregando na minha perna e caçar pequenos roedores. Um dia veio para mim, com um roedor na boca, com o rabo balançando (o do rato dentro da boca do gato), como pedindo aprovação para digeri-lo. Eu o mandei embora. Fiquei com nojo, mas feliz por ele ter pegado aquele rato que eu inutilmente perseguia fazia dias. Elmer caminhou lentamente em direção a um canto da casa. Deitou-se mansamente, e começou a saborear seu manjar. Depois disso, dormiu a tarde toda. Eu fui me sentar embaixo da enorme amendoeira da casa da vizinha. Fazia calor, afinal era janeiro. A poeira cegava meus olhos, mas o vento agitava as folhas da amendoeira apaziguando o calor.
Era tempo de férias. Por causa de Alicia, os dias pareciam intermináveis. Do contrário, os dias de férias sempre voavam e inexoravelmente, o primeiro dia de aula chegava num abrir e fechar de olhos. As ruas não eram as mesmas. Até as pessoas se comportavam de forma diferente. Ninguém vestia uniforme escolar. Eu mesmo me sentia feliz de camiseta, bermudas e tênis.
Esperar por Alicia, tornou-se meu motivo principal de cada dia. Era minha missão, meu tormento, meu prazer solitário. Na minha mente, cada beijo dela era reprisado milhares de vezes. Sabia de cor cada movimento de seus lábios e do ritmo dos seus beijos.
Voltei para casa. Meu pai, de regata e calça caqui, na máquina de costura. Da cozinha, se espalhava por toda a casa, um aroma inesquecível e que eu jamais consegui imitar. Minha mãe preparava o almoço.
Eu, como muitas crianças, vivia cheio de proibições. Entre minha casa e o lago havia uma estrada de ferro. O trem aparecia de repente, estremecendo as paredes das casas. Eu sabia que perto de meio-dia nunca passava. Elmer pareceu adivinhar minhas intenções, foi até a porta e me olhou com aquela cara de saber tudo. Não dei bola. Tentou seguir-me, mas se entreteve na esquina com uma borboleta colorida.
Ultrapassei a estrada de ferro. E correndo cheguei à beira do lago justamente quando um barco atracava no pequeno porto. Sentei-me numa pedra esperançoso de que Alicia estivesse chegando. O meu coração acelerou, pulando enlouquecido quando a vi. Ela veio direto na minha direção, me abraçou e de novo, senti seus lábios nos meus. Ela parecia ronronar e eu morria de felicidade enquanto ela encostava suas pernas gordas nas minhas. Não sei quanto tempo se passou. Eu diria que quase uma eternidade. De repente, abri os olhos e vi que Elmer tinha terminado sua refeição e ronronando, se esfregava nas minhas pernas.

quarta-feira, 20 de janeiro de 2010

Pólvora e mel

Ainda sentia no ar o cheiro de pólvora. As ruas abandonadas. Só ela na janela: cabelos desarrumados e a pinta resguardando sua boca, como um guardião fiel. Só estou eu na rua, mas ela não olha para mim. Estou coberto de poeira e sangue. O avião bombardeou a cidade o dia inteiro. Há escombros espalhados nas esquinas e a morte se esconde debaixo das folhas caídas que apodrecem. Olho para a janela e ela não está mais. Nem a janela, nem a casa. O bombardeio continua. Barris cheios de pólvora são despejados e explodem perto. Vejo a fumaça alcançar o céu. O estrondo me aturde. Ela está de novo na janela, desta vez sorri para mim. Afundo-me nos seus olhos de mel e desapareço com a cidade vazia.

domingo, 17 de janeiro de 2010

Terremotos

Eu tinha quinze anos quando vivi o último terremoto em Manágua. As imagens do terremoto no Haití me fizeram lembrar o que vivi: cadáveres nas ruas, pessoas presas nos escombros, famílias inteiras enterradas nas suas próprias casas. Muitos feridos e mutilados. A cidade foi sepultada viva. Também vi grupos saqueando casas, mercados e lojas.

Uma foto chocante do terremoto no Haiti que vi nos jornais nestes dias, foi a de um homem roubando um caixão com um cadáver dentro. O homem desalojou o cadáver, que já estava ali, puxando-o pelos pés.

Hoje Manágua não existe. Vi desaparecer meus cinemas preferidos, meu colégio, os lugares que eu freqüentava. O bairro onde eu morava ficou transformado em poeira.

Minha avó me salvou de morrer soterrado na nossa casa em Manágua. Na verdade foi a morte de minha avó a que me salvou. Ela morreu cinco dias antes do terremoto. Eu morava com ela no centro da cidade. Fui morar com minha mãe na periferia onde o terremoto não derrubou muitas casas. Quando os tremores se acalmaram um pouco fui para o centro. A casa onde eu morava com minha avó, não existia mais. Nunca me recuperei desse golpe. Terremotos em qualquer lugar do mundo, me estremecem.