terça-feira, 28 de abril de 2009
Las piernas gordas de Alicia
Alicia partió un medio día de abril. Yo no imaginaba que era para siempre. Que nunca más, hasta hoy, volvería a ver sus piernas gordas. Mi abuelo, sin saber nada, me llevó hasta el puerto del lago, donde en silencio, de Alicia, me despedí llorando. Mi abuelo casi me arrastraba, jalándome de la mano por aquel terreno vacio, entre los rieles del tren y el lago. Aquella tarde pude cruzar la frontera prohibida que eran los rieles, un peligro inminente, donde a cada dos horas el tren cruzaba veloz y silbando, con sus ruedas pesadas, haciendo temblar mi casa de madera. Me divertía viendo saltar los platos y tazas encima de la mesa. Mi abuela temblaba también. Nadie lo sabía, pero yo amaba a Alicia. Ella también nunca lo supo. Una noche, sentado en la puerta de casa, ella llegó perezosamente, como que nada, me miró diferente y juntó sus labios con los míos. Aquella noche varias estrellas cayeron en el lago. Al día siguiente, el lago llenó su orilla, y solo yo sabía la causa. Las pesadas estrellas que se habían desprendido del cielo hicieron las aguas del lago rebalsar. Así descubrí los efectos catastróficos de un beso. Tenía 11 años. A partir de allí los cataclismos continuaron, el lago se desbordaba casi todas las noches. Y todo por culpa de Alicia, que religiosamente aparecía en mi casa siempre a la misma hora. Nunca supe como esa coincidencia era posible, mi abuela estaba en la cocina a esa hora y yo en la puerta de casa esperando el tren pasar. Cuando mi abuela empezaba hacer la cena, siempre a la misma hora, Alicia ya estaba cerca de mi boca. Ella era una excelente conspiradora. Lo supe aquella tarde de abril en que me abuelo me jalaba por el malecón. En el suelo, había centenas de peces muertos que yo apartaba con el pie. Cuando llegamos al puerto vi las piernas gordas de Alicia saltar para dentro del barco. Al ver mi tristeza de lejos me dijo adiós con su mano. Yo no creía lo que miraba, y no entendía lo que estaba pasando. Y me quedé así por mucho tiempo sin entender y hasta ahora sospecho que mi abuelo lo sabía todo, y que, tal vez por arrepentimiento, había me llevado a despedirme de Alicia. Aún me miro de pie, de pantalones cortos y zapatos burros, mirando atónito el barco que se perdía en el horizonte. Lloré toda la noche. Al día siguiente, pensé que todo había sido un sueño, corrí para la casa de Alicia y vi las puertas cerradas. No me atreví a preguntar a nadie por ella. Guardé mi desconcierto por siempre, y por mucho tiempo, mantuve la esperanza de que Alicia volvería, y cada noche la miraba en la puerta de mi casa, acercando su boca, y juntando sus piernas gordas a las mías.
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